sábado, 12 de octubre de 2013

LO QUE YO NUNCA HARÍA

Hola de nuevo a todos, en verano he desconectado del blog completamente, estos meses no he parado y ni siquiera he tenido tiempo para dedicarle un rato. Espero que hayáis tenido un gran verano, en el que hayáis disfrutado con vuestra familia y amigos, y por fin habéis podido desconectar con el merecido descanso que todos ansiabais, espero que las pilas ya estén recargadas para una  buena temporada. Mi verano ha estado cargado de nuevas experiencias como un campo de trabajo de cáritas que me ha cambiado la vida y me ha abierto los ojos a duras realidades, una escuela de escritores en la que he aprendido un montón de técnicas de escritura (e incluso he dado mis primeros pasos en la poesía) y un campamento cristiano en el que también me lo he pasado genial y me ha hecho reflexionar mucho, pero sobretodo mucha playa.

Este verano también he recibido un premio, el segundo premio del certamen literario "Villa de Montefrío" en la categoría locar con el relato "Las notas del destino" con la importante ayuda de una amiga, Myriam (el relato lo publicaré en el blog el mes que viene). Algo relevante de este verano ha sido la publicación de uno de mis relatos en la  IV revista montefrieña "Manantial", que ha continuación os dejaré aquí junto con mi biografía. Espero que os guste.




LO QUE YO NUNCA HARÍA 


Aquí, de nuevo, deambulando por las calles iluminadas por esos focos sobre palos; con tanta luz y tanto ruido, a veces me resulta imposible descansar por las noches. Mi lugar favorito es un parque en el que hay muchos árboles, donde puedo correr libremente durante el día y dormir en un rinconcito o bajo un banco por las noches. Lo que menos me gusta de esta ajetreada y apabullante ciudad son los coches y las mareas humanas de un lado para otro. Se olvidan de que existimos; parece que no somos unos ciudadanos más. Por ese motivo he acabado teniendo mi propia rutina callejera: de mi parque a un lugar de las afueras de la ciudad que tiene una “M” enorme de color amarillo sobre un fondo rojo. Allí puedo encontrar ricos manjares de carne en los contenedores. Suelo ir de madrugada. Es uno de los lugares más frecuentados por todos aquellos que no tenemos comida segura en un plato. De nuevo vuelvo a mi querido parque, y así una y otra vez, cada día, desde hace ya…perdí la cuenta (nunca fueron lo mío las matemáticas).

Añoro aquellos tiempos mejores. Todos los recuerdos que tengo son de mi infancia. Me metieron en una caja y al principio sentí miedo, pues estaba a oscuras y me acababan de separar de mi mamá y mis hermanos (menos mal que le hicieron unos agujeritos para que pudiese respirar y ver un poco). Tuve la sensación de ir en un coche y después de un rato, que se me hizo eterno, llegamos a una enorme casa que pronto se convirtió en mi hogar. Pude escuchar como un hombre le decía a un niño: “Aquí tienes tu regalo de cumpleaños. Felicidades, cariño”. Rápidamente abrió la caja y jamás olvidaré su cara de sorpresa. Me cogió con cuidado y me puso en el suelo. Al principio estaba asustado, ya  que no conocía aquel lugar, pero gracias a mi nuevo dueño todo fue más fácil. Carlos, que así se llamaba mi pequeño amo, tuvo un gran dilema a la hora de elegir mi nombre. Primero decidió llamarme como a un futbolista: “Se llamará Cristiano; no, mejor, Xabi Alonso; es muy largo; aún mejor, Casillas”. Pero, aunque fuese su ídolo, no le acababa de convencer y finalmente me llamó Melendi, como su cantante favorito. Él también decía que mi pelo negro, largo y lacio, se parecía al suyo. Y así fue como yo, siendo un perro, pasé a tener nombre de una estrella mediática del panorama español.

Siempre que veo perros cogidos por una cuerda a manos de sus dueños, siento ese sentimiento de nostalgia que me invade. A ellos les gustaría poder correr sin ataduras de ningún tipo, mientras que a mí me encantaría caminar, presumiendo de tener un amo que me pasea, me cuida y me quiere. Hasta que lo pierdes, no lo valoras. Antes de verme envuelto en esta realidad, pensaba igual que esos ignorantes  y lustrosos perros con dueño. Era un ignorante más, pero era un ignorante feliz. Y ahora vuelvo a sentirme pequeño, como siempre colgando de un sueño.

Carlos, cuando volvía del colegio, jugaba conmigo. Lo pasábamos genial divirtiéndonos con un palito —él me lo tiraba y yo se lo devolvía— o con una pelota —él intentaba que no la cogiera, pero finalmente siempre lo conseguía—. Al principio, me dedicaba toda la tarde hasta la hora de la cena; pero, con el paso de los meses, jugábamos menos y prefería sentarse frente a un cubo luminoso con un aparato entre las manos, sin dejar de mover los dedos. Siempre odié ese cubo. Los humanos lo miran embobados y parece que se evaden del mundo exterior. Cuando yo quería caricias o jugar, ellos me decían: “Ahora no, Melendi”. Maldito cubo absorbepersonas.

Desde hace un tiempo, me he quedado asombrado por lo que he visto. En mi parque vivía yo solo hace unos años; ahora también viven varios humanos y duermen en los bancos, e incluso los he visto rebuscando en la basura para poder comer. Siempre andan serios y, cuando hablan, nombran palabras como “trabajo, hipoteca, crisis…”. Parece que también han sido abandonados como si se tratase de perros, pero los humanos no tienen dueños. Cuando son pequeños son cuidados por sus papás, pero después pasan a ser libres e iguales. Yo prefiero decir que han sido abandonados por la sociedad, que es aún peor.

Pasaron los años y Carlos cada vez me prestaba menos atención. Ya casi nunca me sacaba a pasear, y ese momento tan feliz para mí —y una actividad que odiaba mi dueño— era ya responsabilidad de sus padres; pero ellos nunca mostraron el mismo cariño que Carlos me dio a mi llegada. Cuando comenzó el calor, y un montón de mosquitos volaban por el aire, todos prepararon sus maletas y pensaba que se irían sin mí, pero me equivocaba; me subieron al coche y escuché el motor. No paraba de mover la cola, porque irme de vacaciones con ellos significaba que era uno más de la familia y que me seguían queriendo. Cuando estábamos rodeados de campo y circulábamos por un camino gris y con líneas blancas, lleno de baches, el coche se paró y todos se bajaron. Yo hice lo mismo. Pensé que estarían cansados y después de un descanso continuaría nuestro trayecto. Pero, sin yo esperarlo, se subieron de nuevo al coche, esta vez sin mí, y arrancaron. Entonces sentí lo peor que he sentido nunca, sentí que sobraba, que no era más que eso, un animal, un perro. Entonces sentí que mis sentimientos van en chandal y los suyos visten de Dior. Pasé los peores días de mi vida. Mis ojos no derramaban gotas saladas, como les ocurre a los humanos, pero mi corazón sí lloraba; eran lágrimas desordenadas.

Durante mucho tiempo, perdí la esperanza de volver a ser querido y protegido por un humano o una familia. Todos me miran con cara de “eres un perro abandonado, con pulgas, que nadie quiere tocar”. Cómo me gustaría poder hablar con ellos y contarles mi historia. Tiempo atrás aprendí que los humanos siempre hacen lo mismo: juzgan a los demás sin saber el camino que han recorrido, ya sean humanos como ellos o perros como yo; la cuestión es sentenciar y señalar. Humanos ignorantes también hay a montones. Yo defiendo aquello de que a pesar de que las ropas estén sucias o estén rotas casi nunca están reñidas con tener buen corazón.

Todo cambió aquel día. ¡Qué gran día! Una chica joven me vio y me observó, se acercó a mí y me acarició. Yo estaba tan contento. Al final parecía no ser invisible para alguien. Se fue y, tras un rato, volvió con comida en un plato. Por fin sentí que le importaba a alguien. ¡Qué gran sentimiento! Durante una semana, mi rutina cambió y ya no fue necesario andar kilómetros diarios para comer. Aquella adorable humana me traía comida dos veces al día. Tras esa semana, vino con un collar y una correa, me amarró y me llevó a la consulta del veterinario, donde me lavaron y me peinaron, dejándome como un pincel. Entonces sentí nervios, los nervios de un nuevo hogar, nuevas personas y nueva vida. Pero por primera vez noté que mi nueva dueña tenía algo en común conmigo: sentimientos. Desde el momento en que percibí el olor a pienso, decidí ser el mejor perro del mundo y cada vez que miraba a mi ama a los ojos le pretendía decir: “No tengo fortuna, te ofrezco tres cosas: alma, corazón y vida y nada más”.



A Mari Carmen, una mujer que es como la dueña del protagonista, una amante de los perros, la mejor amiga de ellos.



Gracias por visitar mi blog. Sed felices. (:


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